El lavabo


Este mediodía me ha pasado una cosa que me ha transportado a mi adolescencia. Por unos minutos me he acordado de una cosa que me pasó en el colegio y conté en mi libro.Después de almorzar en la cocina del trabajo, como cada día, me he dirigido al baño para lavarme los dientes. Estaba ensimismado en la faena cuando, sin querer, he colado el protector del cepillo por el desagüe. Por unos minutos y con cierta desesperación, introduje las yemas de los dedos para sacar el plástico. Después de unos segundos sin éxito, apoyé las manos en el lavabo y miré al plástico como el que observa a una persona atrapada entre dos piedras. No sabía si pedir socorro o salir corriendo. Después de unos segundos, que parecieron horas, abrí el grifo para intentar hundir el plástico y se lo tragara la oscuridad de la tubería. Tras el fracaso de intentar hundir el plástico, cerré el grifo, me miré en el espejo y abandoné el baño para sentarme delante del ordenador. No había pasado ni cinco minutos cuando entra un compañero y pregunta en voz alta que a quién se le ha colado el capuchón del cepillo por el desagüe.

  • Vaya, ha tenido que ser a mí. Ya decía qué dónde se había ido. -contesto mirando al jefe con una sonrisa cínica- ahora mismo saco la capucha.

Otra vez en el baño, vuelvo a mirar al plástico que sigue atrapado en la tubería. Entonces se me ocurre una idea de las que levanta estadios de fútbol. Decido meter, muy despacio, la cabeza del cepillo de dientes por el desagüe para introducirlo por la abertura de la capucha y acoplarlo como si fueran dos naves espaciales. Nada más tocarse, la capucha se cuela hasta el fondo y se atasca el cepillo. Otra vez, introduzco las yemas de los dedos e intento sacar el cepillo. Lucho con el cepillo durante unos segundos hasta que noto que cuela se cuela hasta el fondo.Noto que el tiempo se ha parado. Me incorporo y respiro profundo. Sin miedo, abro el grifo y compruebo que no pasa nada. Me miro en el espejo y salgo del baño con paso firme hasta donde está mi jefe.

  • También se me ha colado el cepillo. ¿Tenemos una llave inglesa?

Lo del jefe que se levanta maldiciendo y preguntándose por qué me pasa a todo a mí, lo contaré en otra ocasión. Ahora te dejo la parte de mi libro que me ha venido a la cabeza cuando estaba metiendo los dedos en desagüe.

Como cada mañana el despertador sonó a las ocho en punto. Me vestí para empezar otro día en el colegio y poder ver de nuevo la verruga del profesor. Ya tenía mi propia pandilla de amigos y era uno de los veteranos de la clase. Llegué el primero a la puerta del colegio y me tropecé con don Juan José que llevaba un cubo lleno de peces.
—Ayer fue un gran día —me dijo mientras buscaba las llaves para abrir la puerta—. Llevo el cubo hasta arriba de carpas. Las voy a meter en la bañera hasta que me las compren.
—¿Quién las compra? —pregunté mientras miraba el cubo.
—Gente que quiere criarlas o comerlas —respondió. Abrió la puerta.
—Son muy feas para comérselas —miré su verruga.
—Pues se las comen —rió con fuerza— y están muy buenas acompañadas con un buen vino español.
Dentro del colegio, mientras dejábamos las carpas, me contó cómo le fue la pesca en el fin de semana. Oyéndole hablar de sus aventuras daba la sensación de que acabábamos de dejar a la mismísima Moby Dick dentro de la bañera. Después de limpiar con la fregona las salpicaduras de agua que dejaron los peces en el suelo, me abrió la puerta de clase y encendió la estufa de butano. La estufa siempre estaba a su lado y nunca nos llegaba su calor, y eso que se incluía en el recibo del colegio. Al poco tiempo, llegó el resto de la clase y empezamos a rezar para dar gracias a Dios por el nuevo día. La clase transcurría de maravilla con todas nuestras cabezas sumergidas en nuestras tareas, cuando de repente, la voz de un compañero nos sorprendió.
—¡Don Juan José! —dijo el niño con los pantalones bajados, con una mano en el pomo de la puerta—. ¡Hay gotas de pipí en el suelo!
—¡A ver! ¿Quién ha sido el último en ir al baño? —preguntó el profesor desde su silla—. Os he dicho miles de veces que mear fuera es de marranos. Que Dios os coja confesados si veo gotas de pipí en el suelo.
Manchar el suelo de pis era peor que no saberse la tabla del dos o ignorar las provincias de Castilla la Nueva. Estaba castigado con machacarte la mano con un palo que, si se rompía en acto de servicio, lo sustituía por otro que serraba delante de nuestras asustadas caras para darnos más palazos.
Levanté la mano. Se hizo el silencio. Solo se oían los latidos de los treinta enanos y el bufar del profesor.
—Las cagao —me dijo un compañero que tenía a mi lado.
—Bien, ¿has sido tú? Vete al baño, limpia las gotas y vuelve inmediatamente.
Al llegar al lugar del crimen, observé dos diminutas gotas que se confundían entre la suciedad del suelo y que iban a ser mi billete a una ronda de palos. Las limpié con papel higiénico y entré de nuevo en clase sin nada que objetar. Me puse delante del Verruga. Su cara estaba roja de rabia e iluminaba su tumorcillo. Si no fuera porque la situación no era para hacer bromas, hubiera gritado a la clase que se parecía a Rodolfo, el reno de Papá Noel.
—¡Pon la mano!
Sabía que si tenía la osadía de poner la mano y quitarla, el palo golpearía la mesa y la risa del público enfurecería aún más al profesor y multiplicaría el castigo por dos. Eso sí que era un problema, y no los que nos daba él en sus clases de matemáticas sobre camiones que salían con patatas de Alicante: "Si una gota de pipí vale dos palazos en la mano de un niño y el niño que es muy malo quita la mano, ¿cuántos palos recibirá el niño si sabe que quitar la mano multiplica automáticamente por dos?"
Como yo estaba hasta los pantalones cortos de recibir palazos, quité la mano en el primer quite y provoqué que el palo golpeara en la mesa, que el público se riera y que el profesor estallara de ira. Con bastante miedo volví a estirar la mano y cuando el palo llevaba medio camino recorrido, la quité de nuevo. Así estuve unos cinco intentos. Cuantas más veces la quitaba, más se enfadaba el profe. Llegó un momento en el que perdimos la cuenta de cuántas veces la había quitado y por qué múltiplo de dos debía recibir el castigo. La ponía y la quitaba, la ponía y la volvía a quitar. Ese reflejo hacía que los palazos impactaran en la mesa provocando ritmos al más puro estilo africano. Eran unos toc, toc muy elementales pero bastante armoniosos. Cada golpe del palo hacía saltar pequeñas astillas de madera y los niños se reían sin parar.
—Pon la mano de una puta vez —me dijo en voz baja un compañero—. Se va a enfadar y nos correrá a todos a palazos por tu culpa.
No tardó mucho don Juan José en engancharme del brazo y darme una paliza en el culo. Acto seguido, se dirigió con palo en mano hacia mis compañeros que no paraban de reír.
—Toma y toma —gritó el profe mientras reventaba las cabezas como si fueran melones—. Esto es para que no os riáis de las gracias de este imbécil.
En pocos minutos se pasó de una fiesta eufórica a una imagen de tristeza, llantos y derrota. Me hizo tanto daño, que me puse a llorar como una esponja mientras me rascaba el culo dando saltitos por la clase.
Me mandó de nuevo al baño y me dijo: —Límpiate la cara y prepárate como no te sepas la lección
En el baño quise soltar la rabia que llevaba dentro y con el dolor que me mordía las nalgas, me acerqué a la bañera para contemplar a los peces. Me remangué el jersey y saqué un pez de su hábitat mientras salpicaba el suelo de agua.
—¿No quieres lección? ¡Toma lección! —le dije al pez mientras lo enganchaba por la cola.
Los ojos del pez desprendían miedo y su desfigurada boca mordía el aire mientras su cuerpo bailaba en mi brazo. Llevé el pez hasta la taza y lo solté como una bomba para que se clavara en el desagüe.
"Ahora sí que la has cagao", me dijo mi subconsciente.
El acto terrorista ya estaba hecho y no había marcha atrás. Me asusté. Con una mano apoyada en el borde de la taza y con la otra en la cola del pez, intenté sacarlo al exterior. Como no pude, cogí la escobilla para empujarlo.
"Mira que ir a coger el más gordo", dijo mi cerebro.
Me echaban una mano la constancia y la paciencia para tranquilizar la situación, cuando apareció un compañero de pelo negro con jersey de rombos, camisa por fuera de los pantalones cortos y rodillas sucias.
—Dice don Juan José que por qué tardas tanto.
—Se me ha caído una cosa dentro de la taza.
Mi compañero se cagó encima al verme con la mano dentro de la taza. Yo estaba rodeado de agua. La manga del jersey me chorreaba. Su cara terminó de descomponerse cuando vio lo que asomaba por la taza.
—¿Eso es un pez?
—¿Y tú que crees? Ya lo sé, se me ha caído —dije asustado—. Me tienes que ayudar a sacarlo.
—¿Pero cómo se te ha caído? —preguntó con cara de miedo—, si se entera el profe, nos mata a todos.
—¿Me ayudas o no?(". Fragmento de 1964 después de Cristo y antes de perder el autobús

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Comentarios

diego doblas ha dicho que…
Ja,ja,.. ¡Tierra, trágame! ... digo, ¡desagüe, trágame! ja,ja,ja,....

Sí, si, lo sé, te debo el tattoo, joder, si no tengo tiempo pa na ...
Charlie Miralles ha dicho que…
tú lo has dicho jajajajaa

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