Con Angelillo

El pasado viernes estuve en Madrid en una visita muy rápida. Estuve con Susana y al salir de su oficina, me encontré con mi amigo Angelillo. 
Angelillo iba a ser uno de los personajes de mi libro, pero borré su parte. Aprovecho para hacerle un homenaje.
Aquí el borrador.
Cuando pusimos el banco encima de la báscula, vimos como salía el chatarrero del cutre cuarto de baño. Era un habitáculo sombrío, decorado con un póster de una tía en tetas y con un puñado de papel de periódico colgado de un alambre que hacía de papel higiénico.
El local estaba divido en dos plantas que se divisaban desde la calle. Abajo estaban las balanzas y la pesa mayor, una mesa que hacía de caja registradora y miles de montañas de periódicos. Cuando los trastos le invadían la primera planta, con una cuerda subía a la parte superior la mayor parte de la mercancía.
Esa cuerda sería la responsable de cometer casi un homicidio. Existía en el barrio un chaval flaco como una solitaria viviente, con nariz muy pronunciada que de perfil parecía la letra L. Era Adolfito. Su flaqueza era tal, que cuando jugábamos al fútbol nos hacía temer por su vida. Le veíamos cada dos segundos suspendido en el aire sin balón sin saber si era por un tropiezo o por el viento. Adolfito se ofrecía a menudo a ayudar al chatarrero a empujar las moles de papel para hacerle la faena más llevadera. En la última ocasión, cogió desde abajo la plataforma de los periódicos e intentó empujarla hacia arriba con sus frágiles brazos. Los dos soltaban al unísono un grito seco para invocar las fuerzas en cada intento por subir el fardo. Entre tanto esfuerzo y movimiento sin control, la cadena de oro de Adolfito se enganchó con la cuerda. El chatarrero desde la planta de arriba gritaba entre dientes a cada esfuerzo por subir la mercancía. Adolfito desde abajo, gritaba por miedo a perder su vida ahorcado, con las fuerzas al mínimo y con el tiempo corriendo en su contra. Su máxima preocupación era deshacer el nudo como pudiera para salvar su cuello. Tuvo que soltar las manos del paquete para deshacer el lazo, instante que aprovechó el fardo de papel para empezar a danzar por el local con Adolfito como pareja de ceremonia.
—¡Joder, Adolfito! ¿Qué coño haces ahí abajo? Vamos, que no se diga, ¡empuja más fuerte! ¡No te muevas tanto!
—¡Iiiih! —decía Adolfito.
—¡Joder! Gritas como una rata. ¡Empuja Adolfito!
—¡Iiiih! —soltaba la cometa con patas.
Los gritos de rabia que salían desprendidos desde arriba, eran correspondido desde abajo con gritos de frustración y miedo. Los chillidos se confundían en el espacio y rebotaban entre los paquetes almacenados desde hacía meses en el local. Hubo un momento en el que Adolfito notaba como su vida se le iba a través de la cadena de oro.
Cuenta la leyenda que la gente que pasaba en ese instante por la calle Benito Gutiérrez se santiguaba y decía:
—¡Mira que es rata el chatarrero! Prefiere ahorcar al chaval antes de pagarle como Dios manda —decía una señora con las manos ocupadas con la bolsa de la compra.
—¡Valiente chalao el flacucho! Intentar engañar al chatarrero —comentaba un vecino joven.
—¡Bien hecho! Que tome conciencia la juventud. Si intentas robar a alguien honrado, puedes acabar de esa forma. ¡Arriba España! —argumentaba el facha de turno.
Estuvieron un buen rato sin avanzar en su propósito. Adolfito bailaba de puntillas por todo el local agarrado a la barriga del gigante paquete, mientras el animal de arriba empujaba con todas sus fuerzas. El chatarrero tiró de la cuerda con toda su energía, dejando caer su cuerpo hacia atrás. Adolfito empezó a despegar los pies del suelo, tenía los pies a unos centímetros de las baldosas y la sangre dejaba de circular por las venas de su cuello, y en un último tirón, se rompió la cadena de oro. El cuerpo casi inerte de Adolfito cayó contra el suelo. Las marcas del cuello le duraron un mes y tuvo que llevar un pañuelo como si fuera un cowboy.

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