Boxeo y sexo

 La reunión fue muy rápida y sencilla; debíamos organizar una velada pugilística para el mes de abril. Salí del despacho de mi profesor boxeo con la misión de captar clientes para el evento. Durante un par de días analicé los posibles sponsor y, como era lógico, debía buscar entre las empresas cercanas al gym. Mi primer objetivo estaba a la vuelta de la esquina: McDonald´s.
Con cierta facilidad, contacté con el gerente del restaurante y cerré una entrevista para el martes por la mañana. Al día siguiente, con toda la información preparada, entré con paso firme hasta el mostrador del restaurante.
—Buenos días ¿Está Ramón? –pregunté a una chica vestida con uniforme negro y con un micrófono colgado en la oreja como si fuera una teleoperadora.
—Sí, un momento.- la dependienta se perdió entre las estanterías.
A los pocos segundos, apareció el gerente por detrás del mostrador. En la mano llevaba un móvil. Me miró con sencillez y me estrechó la mano.
—¿Eres Charlie, verdad?
—Sí… ¿Ramón?- solté su mano.
—¿Te apetece un café?- me preguntó titubeando.
—No, muchas gracias. Como le dije por teléfono, no le voy a robar mucho tiempo y si le parece le hablo de mi evento deportivo.- no sé por qué señalé una mesa que estaba a mi lado.
—Vamos a ello.- se sentó en la silla que había sugerido.

Durante los primeros cinco minutos, le hablé del mundo del boxeo y, sobre todo, puse mucho hincapié en desligar el boxeo del mundo marginal. En los otros diez minutos, argumenté cómo se organizaba una velada, qué tipo de público asistía y, lo más importante, en qué se podría beneficiar su empresa.
—¿Sabes que nuestra empresa tiene centralizada la publicidad?
—Sí, lo sé, pero...- me cortó la conversación.
—No obstante, cuenta con mi apoyo para ese evento. Me ha gustado todo lo que me has expuesto ¿Es todo?- levantó la manga de su chaqueta para mirar el reloj.
—Sí, como he dicho antes... estás es una buena oportunidad para tu empresa y para fomentar el deporte en el barrio...
Pues no hablemos más -me volvió a cortar la conversación- trato hecho.
—Muchas gracias por tu confianza. Si te parece... mañana te espero en el gimnasio y cerramos el contrato.
—Me parece una buena idea. Ahora si me disculpas.- -su cara seguía desprendiendo naturalidad.
—Por supuesto. Mañana hablamos.- por segunda vez, en pocos minutos, estreché su mano.

El gerente se perdió por detrás de las estanterías y me quedé quieto delante de los paneles de información. Bajé la mirada porque la chica del micrófono en la oreja captó mi atención. Ella reía, discretamente, con una compañera mientras abrían unas pequeñas cajas de cartón. Sin apartar la mirada de su rostro, me imaginé trabajando a su lado. Entonces, en ese mismo instante, el espíritu del payaso Ronald McDonald, invadió mi cuerpo y me entró unas ganas locas de llamar al gerente para explicarle mi trayectoria profesional y, de paso, entregar mi cv. Tras cinco o seis segundos de imaginármelo, en el mismo instante que las chicas se alejaron por el fondo la cocina, recordé mi frustrada experiencia como trabajador en dos restaurantes de comida rápida. Eran los noventa y necesitaba trabajar como me pasa en la actualidad, así que, me inflé de valor y empecé a trabajar en un Pizza World de Madrid. Pasé con éxito la semana del cursillo teórico sobre amasar pizzas y de conocer todos los ingredientes de la carta. En mi primera jornada, tenía que poner en práctica el cursillo. Debía amasar cara al público. Todo el personal de la tienda se movía a una gran velocidad, el teléfono no dejaba de sonar y los mensajeros con las pizzas calientes salían para repartirlas. Yo, mientras tanto, no dejaba de amasar pizzas sin parar. Las dos manos hundidas en la masa daban forma redondeada a la pelota de harina. El cuerpo se me movía como si fuera en un todoterreno por un camino de piedras. Al terminar la jornada, me despedí de mis compañeros y en el mismo instante en el que salí del local, noté como tenía agujetas hasta en las cejas. No podía moverme ni girar la cabeza. Andaba como si me hubiera dado por el culo una manada de monos.
—¡Eh! —me gritó la encargada desde la puerta al verme salir—. ¡Mañana a la misma hora!
Quise girarme pero no pude. Quería decirle que me moría y que no podría volver a trabajar, ni ahora ni nunca jamás. Sin girarme, solo pude levantar el brazo y hacer un gesto como si estuviera de acuerdo. Esa noche me quise morir y dejé la pizzería.
A la semana siguiente empecé en el Burger King.
—¿Qué tal tu primer día? —me preguntó un compañero al finalizar la jornada mientras nos cambiábamos en las taquillas.
—Bien —dije desabrochándome la corbata.
—¡Joder! —me dijo de nuevo el compañero con el zapato en la mano— una vez conocí a un tío más loco…
—Ah, sí. ¿Por qué? —pregunté
—Porque solo duró dos días en el puesto de trabajo y se despidió.
"Pues aquí tienes a tu nuevo héroe". Pensé mientras le correspondía con una sonrisa. Duré en ese trabajo ocho horas exactamente.

 Al hojear mi agenda, recordé el nombre de una empresa que estaba seguro le podría interesar mi proyecto pugilístico. Hace cuatro años, visité un club nocturno por motivos laborales: me había seleccionado para un puesto de relaciones públicas. A la convocatoria se presentaron muchos candidatos, pasé dos entrevistas y, en el último minuto, una mujer me quitó el puesto. Esa derrota fue una herida que tardó tiempo en curarse. Busqué entre mis archivos y contacté con la sala de espectáculos. A la mañana siguiente de mandarle un e-mail, tenia la contestación del director de la sala. Casualmente, me citaron a la misma hora que en el año 2009: a las cuatro de la tarde. La reunión era en un hotel a las afueras de Valencia. Nada más entrar, me presenté a la recepcionista que, con uniforme azul y negro, me invitó a esperar por el vestíbulo. El hotel no había cambiado nada desde mi primera visita. El hall era amplió, elegante y, al mismo tiempo, discreto. Dos columnas de mármol, que decoradas con diminutos espejos, estaban en el centro de la sala como si fueran dos soldados romanos. Deduje que la recepcionista los usaba como retrovisores para saber quién entraba y salía del hotel. Las paredes, casi desnudas de decoración, tenían un tono azul claro que se podría confundir con el blanco. Un ascensor escupió a un señor de media edad que iba acompañado de una hermosa rubia de ojos azules. Estaba mirando el culo de la chica cuando un hombre, bastante joven, salió de una puerta.
—¿Charlie?.- extendió su mano.
—Sí... ¿Pablo? .-agarré su mano.
—Si eres tan amable de acompañarme.
Le acompañé por un largo pasillo que, como el hall, estaba desnudo en decoración. Al fondo, había una mesa con una mujer hablando por teléfono y tuve la sensación de estar en un bunker de la antigua URSS. El joven director saludó a la secretaria y abrió la puerta de un despacho.
—Bueno -encendió la luz- ya estamos en mi oficina.
—Perfecto.- esperé a que sentara.
Los primeros cinco minutos hablamos del calor que estaba haciendo en el mes de febrero. En ese momento, detecté que el joven director era accesible y era una gran oportunidad para hablarle de mí con disimulo.
—No ha cambiado nada desde que me hicisteis las entrevistas en el 2009.
—¿Nosotros te entrevistamos?.- preguntó mientras apoyaba sus brazos encima de la mesa.
—Sí... para un puesto de la relaciones públicas. La entrevista me la hizo una rubia que se parecía a la modelo Judit Mascó .-me llevé la mano a la frente en un intento de recordar su nombre.
—Katy -contestó el director- se llamaba Katy.
—Eso... Katy.- contesté como si estuviera en un concurso de televisión.
—Pues si que es casualidad porque estamos buscando un relaciones públicas y quizás te interese trabajar con nosotros.
— Vaya, gracias por la oferta pero si te parece te explico mi proyecto y, al final de la presentación, te hablo de mí.-contesté con mirada pícara.
Salí de la reunión captando publicidad y con una oferta de trabajo que tengo que madurar.


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