Un ataque de mosquito en una noche de verano

Era la tercera vez que pasaba por encima de mi oreja como si fuera un avión de caza y su zumbido era tan estruendo que llegué a pensar que tenía colgados unos altavoces en sus largas patas. En cada vuelo rasante su sonido se amplificaba como, con cierta mala leche, al pasar por mi oído, subiera el volumen. El reloj marcaba las cuatro de la mañana, cuando un nuevo ataque pasó por encima de mi cabeza. Estaba tan cansado que no me apetecía levantarme ni por la bulla del mosquito ni por una banda de encapuchados de albanos kosovares. Una vez más, se dejó caer en barrena para pasar por encima de mi cabeza y, a los pocos segundo, se hizo un silencio como si hubiera apagado, tácticamente, los altavoces y el motor. Una luz del patio que se filtraba por la persiana rieló una extra figura en la pared. Aún así, era imposible ver con nitidez. La oscuridad se mezcló con el silencio y, creí, notar sus largas patas en mi brazo izquierdo, cerré los ojos como si fuera un ciego maestro de kung fu; aguanté la respiración y lancé un golpe mortal que impactó en mi antebrazo. El golpe provocó una ola de calor que bajó desde el hombro hasta la mano como si fuera un termómetro. Estaba tan seguro de mi victoria que, con cierta ansiedad, empecé a palpar el brazo en busca de su diminuto cuerpo, pero un nuevo ataque pasó por encima de mi cara. Histérico, encendí la luz y lo busqué con los ojos enfurecidos por la rabia. Sabía que estaba cerca porque, nuevamente, escuché cómo había encendido, con cierta habilidad, los altavoces y había subido, con mala hostia, el volumen al máximo. Al girar la cabeza, lo visioné a los pies de la cama. No sé por qué había hecho una parada y estaba estático como si estuvieran cansado de tanto vuelo ruidoso. No parecía que se le había jodido ninguno de sus altavoces porque tenía la cabeza agachada y su aparato bucal parecía que estaba comiendo alguna sustancia de la sábana. Me quedé quieto y, una vez más, el maestro de kung fu invadió mi cuerpo. Esta vez no podía fallar porque la habitación estaba iluminada y podía ver a mi victima a los pies de la cama. Rápido como el vuelo de un águila, mi brazo impacto contra el colchón que, en cuestión de décimas de segundos, provocó una pequeña erupción de polvo. Dejé que la pelusa se dispersara en el aire, levanté la mano y ahí estaba el cuerpo ensangrentado del mosquito. No hacía falta ser forense para saber que el diminuto cuerpo había sido arrastrado con rabia porque un reguero de sangre indicaba la dirección del ataque como si fuera una iluminada pista de un aeropuerto. No me dio pena y sé que esta noche volverán atacarme sus colegas.
Una vez más, no podré dormir en una calurosa noche de verano..

Comentarios

Entradas populares