Adiós a la Warner




Hoy entrego mi placa, el uniforme y me vuelvo a Valencia. Han sido dos meses y pico en un trabajo que me ha encantado. Aprovecho estas líneas para dar las gracias a todos los compañeros, jefes de Warner y, en especial, a Roberto y Mila (fueron los que hablaron para que me ficharan).
Dedico a esta historia a todos ellos -acomodo, aula 10, técnicos, loca academia, cocina y un gran etc etc etc-. Gracias y nos veremos. Que no para el espectáculo.

Fue tal el hostión del vaso contra el suelo, que diminutos fragmentos de cristal formaron un pequeño volcán en plena erupción. Después de la espectacular eflorescencia, los cristales formaron una alfombra que, desde mi punto de vista, daban un toque moderno al bar de mis ancianos amigos.
-Venga, Charlie, por favor… deja ya de beber.- me dijo el dueño con voz cálida y con gran acento gallego mientras intentaba barrer el vaso roto.
-Dame otra copa porque aún es temprano.- señalé el reloj que estaba encima de un calendario con una tía en bikini y, como tenía un pedazo de la hostia, me costó distinguir que las agujas marcaban las diez de la noche.
El dueño del bar era Ambrosio: personaje bajito y con cara de pan. Sus ojos eran de un tono azulado casi podría decir que eran grises, las manos eran fuertes como el acero y nació en un pueblo de Galicia que estoy seguro que no lo encuentra ni un puto gps. Llevaba toda su vida casado con una mujer bajita, amable y que nunca entendí qué coño me quería decir cuando me gritaba desde la cocina. Los dos tenían mucha paciencia conmigo porque desde que me despidieron de la Warner, soportaban mis constantes borracheras y peleas con los pocos clientes que entraban en el garito. Nada más abrir la puerta, me colaba como si fuera un soplo de viento, pegaba los codos a la barra y pedía mi primer sorbo. Al mediodía, me solía quedar quieto delante del grifo de la cerveza y, en ocasiones, parecía que era parte del mobiliario. Todos los putos días bebiendo, peleándome y hablando de la Warner a todo ser viviente. Les debía miles de cubatas y, creo, un par de bocadillos de calamares. Lo que nunca entendí es cómo no me reventaron la puta cabeza con un taburete. Sin ir más lejos, ayer por la noche, el viejo me sacó a la puta calle, con la ayuda de un cliente, arrastrando las piernas como si fuera un herido de guerra. Me acoplaron en un solitario y medio roto banco frente al bar y, sin mirar atrás, se marcharon mientras las primeras gotas de la lluvia empezaban a caerme en la jodida cara. A las dos horas me desperté empapado como un pollo y me bebí un tercio de cerveza que me encontré en uno de mis bolsillos. Estaba seguro que la botella me la había dejado la mujer de Ambrosio mientras dormía la mona.
-¡¡¡He dicho que me deis la última. Hostias. No veis que he trabajado en la Warner. Me cago en Dios!!!.- Grité mientras me desgarraba la camisa y saltaban los botones como espinillas.
El viejo se quedó mirando el tatuaje que llevaba en el pecho: el pato Lucas cachas como un culturista y apretando los dientes mientras mordía un puro. Debajo de las patas amarillas rezaba el lema que siempre gritábamos al salir en nuestros pases: disfrazarse o morir.
-Por favor, Charlie… queremos cerrar y cenar tranquilos- Ambrosio me cogió del brazo, con cierto miedo, para llevarme hasta la puerta.
-¡¡¡Suelta!!! –me desbaraté de la mano del viejo- es que no ves lo que tengo tatuado en el pecho. Yo estuve en la Warner. Me cago en Dios. Yo he sido una persona que ha vivido del espectáculo. Me cago en la hostia puta.
En ese momento, la mujer se acercó a cuchichear en la la oreja de su marido. Los dos me miraban cómo intentaba quitarme la camisa porque estaba dando vueltas como un perro buscándose la cola para mordérsela.
-Charlie –el acento del viejo captó mi atención- dice mi mujer que ha empezado a llover con fuerza. Te puedes quedar a tomar la última copa pero, por favor, dejes de gritar.
-Sabes una cosa –tire la camisa al suelo, le cogí del cuello y pegué mi frente contra la suya- que un Warner nunca olvida y un día te pagaré todo con creces. Yo he desfilado delante de miles de niños y aún oigo sus gritos y tengo un don... y ese don me dice que tú eres un tío de puta madre. Me cago en la hostia puta.
-Anda, Charlie… siéntate, bebe tranquilo y si quieres nos cuenta la historia de cuando eras Piolin y se te marcaban mucho los gemelos.-las palabras del viejo iban cargadas de tonos musicales. Cada vez que hablaba era como si tocara un instrumento.
-No y no, Ambrosio –le empujé que casi le tiro al suelo- muy pronto me llamaran de la Warner para que vuelva a desfilar por sus calles. Entonces... volveré a ser el mismo que la gente aplaudía.
-Por favor… Charlie.-el viejo me sentó delante del whisky.
Me agarré al whisky, di un sorbo como si no existiera el mañana y miré fijamente a la barra del bar. Mi mente viajó hasta los días en los que estaba trabajando en la Warner. Aquellos días que, dentro de un disfraz, podía ver la cara de felicidad de una madre. Las caras de temor cuando, disfrazado de Coyote, me acercaba hasta los niños. Cómo el sudor serpenteaba por mi frente mientras desfilábamos a más de treinta grados en plena noche de verano. Echaba de menos el olor a sudor en las botargas y el ocaso rozando la montaña rusa. Levanté la cabeza y con mi mano izquierda hurgue en mi bolsillo, saqué un viejo móvil y busque con la mirada a los dos ancianos. Los dos estaban cerca de la cocina mirando cómo movía mi mano y esperando a que empezaran a contar algunas de mis heroicas actuaciones en la Warner.
-Miráis ésto –alcé el móvil como si fuera una antorcha- pues mañana me llamaran y volveré a oír los gritos del público al pasar por delante de ellos. Volveré a ver cómo los padres me piden que coja a sus putos hijos en brazos para hacerse las putas fotos. He estado en miles de casas porque miles de personas me han fotografiado... y os pagaré vuestras putas copas que he meado en vuestro sucio water.
Fui al coger el whisky y me caí al suelo como si las piernas se hubieran partido por la mitad. Choqué contra el suelo como un saco lleno de piedras. El hostión me paralizó el cuerpo, pero escuchaba todo lo que pasaba a mi alrededor. A los pocos minutos, eso creo, oí cómo se acercaban varios coches con la sirena a todo volumen hasta la puerta del local.
-¿Qué ha pasado aquí? –preguntó una voz al viejo.
-Pues nada, señor agente. Este señor que está en el suelo es un viejo cliente que se ha caído al suelo porque está borracho.
Sabía que estaba hablando el viejo por su tono musical y, sin siendo honesto, me molestó que me llamara cliente en vez de amigo.
-Lo hemos matado nosotros... lo hemos matado nosotros porque le hemos dado de beber.-medio gritó la mujer de Ambrosio.
-No, señora… usted no ha matado a nadie.-le contesto el policía a la mujer.
Exactamente, no sé cuánto tiempo pasó pero, creo que a los pocos minutos, una nueva voz entró en escena. Era una persona que, con voz joven y educada,pisó algunos de los cristales sin barrer antes de acercarse hasta donde estaba tirado en el suelo.
-¿Qué ha pasado? .-preguntó la voz educada.
-Pues que este joven bebe desde hace un año, come mal y no se cuida.-contestó la mujer del viejo.
-Pero ¿Es familiar de ustedes? –preguntó la nueva voz mientras me cogía la muñeca.
-No, doctor, es un amigo que es buena persona y que no tiene trabajo pero que bebe mucho.
-No lo entiendo...si sabían que era alcohólico cómo es que le daban de beber.
-No hace daño a nadie –la voz del viejo volvió a sonar como si estuviera tocando un instrumento- y a mí me gusta oírle contar sus batallas cuando trabajó en la Warner.
-Sigo sin entender.-el doctor negó con la cabeza mientras miraba su reloj y comprobaba mis pulsaciones.
-Sé que no lo entiende, pero es que su mirada y su voz transmiten tanta fantasía. Sin miedo... le confieso que un servidor no tuvo infancia y sus historias era la única autopista para viajar a sitios donde nunca estuve y nunca estaré.-los ojos del anciano se fijaron en mi cara.
-pude pasar su explicación –dijo el doctor- pero debo informar que su amigo ha muerto.
El viejo matrimonio se abrazó y, sin pensar en la deuda que les había dejado, lloraron como si hubieran perdido a un verdadero amigo. Sinceramente, oírles llorar me emocionó y eso que estaba tirado en el suelo como una colilla. La lluvia empezó a caer con más fuerza y podía oír cómo las gotas golpeaba en las ventanas del comedor. Sé que había mucha gente porque podía escuchar las pisadas sobre los cristales rotos que aún no había barrido mi anciano amigo.
-¿Qué es eso que suena? –preguntó la mujer a su marido.
La señora, con mucho cuidado, cogió mi móvil del suelo y se lo entregó a su marido que, atónito, comprobó que el nombre de “parque Warner” parpadeaba en la pantalla.

Roberto y Mila

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