La doctora me acababa de comunicar que el
tratamiento había sido un éxito y, desde ya mismo, podía abandonar la
medicación. Los riñones estaban tocados pero podía hacer una vida normal. Al
colgar el móvil, sentí una gran liberación, por fin había terminado un
tratamiento que, durante tres meses, me había producido una profunda anemia que,
como si fuera una manada de lobos, me
habían devorado todos los glóbulos rojos. El subir unas escaleras era toda una
odisea porque me cansaba a mitad de camino. Durante todo ese tiempo, dejé de
entrenar por miedo a que me diera un patatús en medio del ring. La prensa
diaria no dejaba de informar del fallecimiento de gente famosa y mi cerebro
empezó a sentir una especie de hipocondría. Por eso, muchas mañanas, al leer los
periódicos digitales, me saltaba algunas noticias porque la tensión me subía y
me bajaba como si fuera una montaña rusa y, una noche, una de las venas retinianas
estalló inundando mi ojo de sangre. Al principio del mes de enero, la ciudad de Valencia se había tapado bajo una
ola de frío y era casi imposible soportar la combinación de humedad y frío. Esa
misma tarde, muy despacio, por miedo a desmayarme, me levanté de mi asiento para
intentar acercarme hasta mi socio.
Mientras caminaba, la música del gimnasio explotaba en mi cabeza como si
fuera una traca de petardos en plena fallas valencianas y algunos de los socios
del gym me hacían preguntas que no podía descifrar por el cansancio. Mi socio,
Parra, no estaba tan lejos pero tenía la sensación que estaba caminando por una
gran avenida entre estruendos y una gran multitud. Mi socio dirigía una clase
de boxeo a toques de silbatos y rodeado de montón de personas saltando y
golpeando a los sacos. Desde la
distancia, todos parecían felices con sus manos embutidas en los guantes de
boxeo y golpeando, casi al son de los silbatos, los sacos colgados de la pared.
Mi socio se percató de mi débil presencia
y, con cierta rapidez, dejó de soplar el silbato y sus dos grandes manos se
posaron sobre mis hombres y tuve la sensación que eran dos vigas de hierro que
me frenaban en seco. Con cierta
parsimonia, acercó su cabeza y, casi susurrando, comparó mi cara con una pared
y me describió el color azulado de mis labios. Reconozco que esas palabras me
entraron como un gancho al hígado y tuve que apoyarme en el ring para no
caerme. Me senté en una de las sillas a los pies del ring mientras miraba cómo
mi socio giraba la cabeza y de un gran paso se acomodó en medio de la clase
para corregir a algunos de los chavales y, una vez más, pitar el comienzo de un
nuevo ciclo de ejercicios. Sin dejar de observa a sus alumnos, se sentó a mi lado, me cogió el antebrazo:
- No
te mueras aquí.- se marchó pitando como si fuera un árbitro.
Parra, como si fuera un camaleón, tenía un ojo puesto en los chavales y el otro
en mi cara. Ya no oía la música ni
tampoco escuchaba los pitidos. Una especie de burbuja gigante me protegía de
los ruidos del gimnasio. Absorto, me quedé mirando a una de las chicas que
estaba golpeando un saco porque su cara desprendía tanta felicidad que no sabía
si estaba disfrutando del boxeo o estaba a punto de tener un orgasmo. Por un momento, pensé que lo último que me
llevaría para el otro mundo sería la imagen de esa chica marcando culo y
atacando al saco con cara de placer. En pleno silencio mental, me hice varias preguntas. ¿Qué quiso decirme mi socio? ¿No me muriera en
Boxing porque era un marrón? o ¿Sería mejor que me muriera en el IKEA para no
distraer la clase?
Lo importante
es que vuelvo a entrenar.
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