El boxeador



Estimado/a amigo/a:
Os dejo mi nueva historieta literaria-cómic-veteasaberquecoñoes. 
Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
Espero que disfrutes con su lectura.
Besos en si bemol.
Charlie Miralles


La carta
Dos cosas he bordado en mi vida: dar hostias en la calle y encima de un cuadrilátero. Por lo demás, soy un fracasado en todos los aspectos. Naufragué en los estudios, estropeé miles de amistades y frustré cinco matrimonios con mujeres con pocas luces. Parece que vaya a contar la jodida vida de un boxeador donde la miseria, el sudor, el sexo y los golpes van cogidos de la mano como si fueran unos putos niños camino del colegio. Se puede decir que así fue mi vida, como la de cualquier chaval que hubiera estudiado en la calle entre pupitres fabricados con cajas de cartón, donde el bolígrafo tenía forma de navaja y el profesor era un macarra mayor de edad. Llegué al boxeo como todos los pandilleros que ven en el gimnasio la única salida a sus problemas. Mi cara, mis riñones y mi alma están machacados por los golpes. Me cuesta mear y no me queda mucho dinero. Cada mes pago las facturas con las chapuzas que me salen de camarero, portero de un puticlub y descargando camiones entre negros y moros. Por ahora, no importa ni cómo me llamo ni cómo fue mi pasado. No hablaré ni de mis mujeres ni de mis veladas de éxito en la década de los ochenta. Sólo contaré mi última pelea. Un combate donde había mucho dinero y, sobre todo, donde podía recuperar mi dignidad. Decencia que perdí entre bares de mi puta ciudad, de cuyos nombres no quiero acordarme.
No hace mucho y en plena noche de depresión, salí a beber para coger valor porque desde hace tiempo tenía planeado quitarme la vida. Cada mañana, la vida me noqueaba el cerebro con sus mejores ganchos y estaba hasta la polla de hacer de esparrin. Sé que era un acto de cobardía y, probablemente, era atajar por el camino más corto (no estoy escribiendo para desahogarme y tampoco para que me juzgues).
Entré en un bar para meterle coraje al cuerpo con pequeños vasos de whisky. Sin darme cuenta, me senté al lado de una mujer que estaba como un queso. Cuando terminé mi primer sorbo, me cagué en el jodido Murphy y su puta ley de probabilidades porque mandaban cojones que el día que me quería quitar la vida, me había sentado al lado de una tremenda mujer. Más calmado, pensé que, quizás, la vida me estaba regalando una buena visión antes de saltar por la ventana. Mientras bebía mi chupito de whisky, observé a la mujer y detecté que estaba más triste que yo, y eso ya era difícil. ¿Por qué lo sé? Porque con el tiempo he aprendido a leer la tristeza y la depresión en un rostro.
– ¿Te ha dejado el novio? -pregunté directamente. No me gusta ir por las ramas.
Ella me miró con cortesía y me descolocó por completo. Esperaba una contestación o, simplemente, se hubiera levantado mientras me explicaba a gritos que su novio estaba de puta madre, y que estaba triste porque se le había muerto el jodido gato.
– No, le he dejado yo -sonrió.
– Vaya -levanté mi vaso- lo siento mucho pero más idiota es él porque dejar una mujer tan atractiva como tú.
Estaba sorprendido conmigo mismo porque no había dicho ni una sola palabrota y, más aún, que la mujer riera con mi brindis. Proseguimos la charla con otros dos chupitos de Jonhy Walker.
– Y ¿Tú? ¿Tienes novia? -sonrió.
– Tuve -hice una pausa para mirar mi vaso- pero la dejé.
– Parece que los dos somos expertos en abandonar a personas. -contestó tras dar un pequeño sorbo.
– Te equivocas. Soy bueno repartiendo hostias. -bebí como si quisiera apagar las palabras que acababan de salir de mi boca.
– No creo -miró mis manos- que solo sepas hacer una cosa.
– Mi ex mujer no decía lo mismo. Siempre me repetía que sólo sabía pegar, y que vivir a mi lado era agotador. Un día arriba y otro abajo –jugué con la copa- como en una montaña rusa.
Dejé el vaso encima de una servilleta y miré su cara. Ella empezó a hablar con los ojos puestos en mi vaso y parecía que se había olvidado de mi existencia en el bar. Aproveché ese momento para follármela mentalmente. Apoyé sus manos en la barra como si fuera a cachearla y, con brusquedad, le subí la falda de cuadros. Sin ningún tipo de mimos, le clavé la polla hasta hacerle gritar de dolor. Está claro, que no lo hice porque no soy un jodido violador. Además, no tenía el rabo para saltar a la cuerda y porque la mujer me descolocaba con sus palabras como si fuera un gran púgil.
– Y qué hace un boxeador como tú en un bar como éste -me preguntó a los pocos minutos de conversación.
– Pues...he venido a beber y luego saltar por mi ventana para dejar este maldito mundo. -mis ojos se fijaron en su canalillo como si fuera mi última visión. Acabé mi tercer whisky.
Mis palabras tuvieron el poder de convertir la conversación en un ambiente sepulcral. ¿Por qué lo sé? Porque he metido muchas veces la pata y porque he estado en muchos entierros de conocidos o soplapollas de mi barrio. Si mezclados el meter la gamba con un jodido entierro, obtendremos un ambiente sepulcral. Por eso lo sé.
– No te lo vas a creer -las palabras de la mujer rompió el silencio, como si hubiera sonado la campana para un nuevo round- pero yo hace una semana pensé lo mismo.
Con elegancia abrió su bolso y me entregó una carta escrita a mano. La carta estaba cargada de sentimientos y rabia. Me llamó la atención que se había casado sin estar enamorada. Desde hace tiempo, su vida no tenía sentido y no se había suicidado por sus dos hijos. Desde pequeño, aunque disfrutaba dando puñetazos, me ha gustado leer y la carta me llegó como una buena hostia en la nariz. Reconozco que la mujer me descolocaba con sus palabras, pero la carta me dejó más jodido de lo que estaba.
– No lo hagas -le entregué la carta.
– Tú tampoco -me contestó.
Me acerqué hasta el camarero, pagué todas las rondas y me marché sin mirar hacia atrás. Como he dicho antes, esto ocurrió hace dos semanas.

El pasado lunes, después de desayunar cualquier marranada que había en la nevera, me fui hasta el gimnasio para hablar con mi entrenador. El domingo por la noche me había mandado un sms porque quería hablar conmigo de un próximo combate. Me excitó la idea de volver a tener dinero y, sobre todo, recuperar parte de mi dignidad que había perdido en los bares de la ciudad, de cuyos nombres no quiero acordarme. 



La oportunidad

– Como te dije por sms –dijo mi entrenador mientras se subía la cremallera del chándal- te he llamado porque la federación de boxeo se ha inventado un titulo para púgiles mayores de cuarenta años. Han detectado boxeadores que, aún, pueden hacer buenos combates y llenar las arcas en estos tiempos de crisis. 
Mientras mi entrenador movía los labios para explicar las condiciones del combate, me preguntaba por qué no le había comido la boca a la mujer del bar.
- ¿Estás de acuerdo? –mi entrenador irrumpió mis pensamientos. 
– Me parece interesante. Sabes que necesito dinero. -contesté mientras me acomodaba en la silla y me fijaba en la decoración del despacho: copas, títulos doblados y, sobre todo, algunas fotos mías encerradas en varias vitrinas de cristal.
La puerta se abrió como un vendaval y escupió a un veinteañero que estorbó nuestra conversación con preguntas sobre su próxima pelea. Retrocedí unos veinte años en el tiempo porque era como yo; usaba mi mismo vocabulario de barrio marginal. En cambio, mi entrenador mantenía intacto los buenos modales, el humor que rozaba lo paradójico y la sabiduría de los viejos maestros del boxeo. Mi instructor era grande, corpulento y con una barriga musculada. Dirigía un pequeño gimnasio enclavado en un barrio obrero. El centro lo frecuentaban chavales con hambre de victoria, personas de futuro incierto y miembros de los cuerpos de seguridad del estado. En ocasiones, en las duchas podías escuchar cómo un policía le dice a un pandillero que se estuviera con ojo porque el comisario tenía su foto encima de la mesa. Las paredes estaban decoradas con carteles de veladas olvidadas en el tiempo, una decena de sacos de boxeo colgaban del techo como chorizos secos, y en el centro del local estaba el viejo ring con sus dieciséis cuerdas. Alrededor del cuadrilátero, como guardianes de la galaxia, estaban las máquinas de musculación. El sudor era el ambientador y una cutre radio hacía la función de hilo musical. En ocasiones, el gimnasio se convertía en una exposición de arte contemporáneo porque había verdaderas obras maestras tatuadas en las espaldas y en los brazos de los boxeadores. La jornada laboral de mi entrenador era de diez horas al día. De lunes a sábado iba de saco en saco como una abeja mientras arrojaba las pautas y corregía los golpes. Toda esa mole de carne se transformaba encima del ring, y su cuerpo se movía con la elegancia de una bailarina mientras te enseñaba un nuevo golpe. Los brazos los lanzaba con precisión, rapidez y hacía fácil lo que en verdad era difícil. Cuando era joven, como el chaval que interrumpió la conversación, quise cambiar de gimnasio porque conocí a un profesor que estaba cuadrado como un armario; me daba más confianza. Mi monitor, sin perder la compostura, me aconsejó que dudara de un entrenador cachas. Lo importante del trabajo de un profesor era estar pegado al alumno, no en las máquinas.
El chaval se marchó sin despedirse de mí. Estaba convencido que no me había reconocido por sus escasos conocimientos del boxeo. ¿Me dolió? Pues sinceramente, me toco los huevos.
– Bueno...otra vez solos -mi entrenador volvió a interrumpir mis pensamientos- ¿Qué estaba diciendo?
– Que necesito dinero y la pelea -contesté rápido para zanjar la conversación. No me apetecía hablar.
– Tranquilo, campeón... aquí soy yo el que marca las pautas –forzó la boca para sonreír- déjame que te explique que ha salido tu nombre en la federación. Eso me mosquea y mucho. Aún me faltan datos pero creo saber quién es el contrincante. Si es el que pienso que es…es un verdadero pegador. Mete muy bien las manos en las distancias cortas. Te puede tumbar muy pronto porque su derecha es brutal. Además, auguro que en caso de empate, los votos barrerán para su casa. La gente aún le quiere.
– Gracias por tu confianza. –forcé una sonrisa.
– Claro que confío en ti –mi entrenador se puso de pie- por eso te he llamado. Podría haber dicho que no a la federación. 
- De acuerdo, no te alteres. Es más, no temas porque no me va a tumbar así como así –mis palabras iban cargadas de rabia- ahora mismo no estoy preparado pero voy a luchar para ganar el jodido dinero y parte de mi honor.
Me levanté de la silla y le di la mano mientras miraba una vieja foto donde estaba levantado un trofeo con forma de cinturón. Me llamó la atención lo joven que estaba. 
– Ya te he dicho que las pautas las marco yo –me soltó la mano- pero cambiando de tema. ¿Cómo estás? porque hace tiempo que no hablamos.
Era cierto, hacía mucho tiempo que no hablaba con nadie y esa mañana no estaba nada locuaz. Tal vez, mis últimas frases las escupí, como un dragón, la noche en la que conocí a la mujer del bar. Me quedé quieto, sin saber qué contestar. Tan solo, observé a mi entrenador cómo el niño que esperaba un abrazo de su madre. Todo lo que tenía de grande, lo tenía de buena persona. Era el entrenador de todos nosotros pero, además, era nuestro confesor. Siempre escuchaba, con paciencia, todas nuestras gilipolleces y nuestros putos problemas.
– Gracias por preguntar pero me va bien. Tú consígueme el combate y yo te pondré otro cinturón en esa vitrina- señalé con la cabeza mi foto levanto el trofeo.
– Trato hecho... pero no hagas ninguna chorrada -puso su brazo encima de mi hombro y tuve la sensación que me había puesto una bufanda- ¿De acuerdo?
– De acuerdo. No haré nada de lo que nos podamos arrepentir. – forcé una sonrisa.



Desde Málaga con humor. 

Mi contrincante era un malagueño, solitario, corpulento, sin un gramo de grasa y unos dedos que parecían pollas. En la década de los setenta, atracó todos los bancos de la costa del Sol. Por otra parte, se podría decir, sin acritud, era una persona con muy poca imaginación. Por eso, en sus asaltos, siempre, usaba el mismo modus operandi. No era como la mayoría de atracadores acostumbrados durante meses ha estudiar las sucursales y los horarios del personal. Nada eso, él se apoyaba en la fachada de la sucursal, introducía la cabeza en una media de mujer hasta desfigurar su rostro y, a los pocos segundos, entraba en el banco al grito de “todo el mundo al suelo”. Mientras metía el dinero en la saca y, para rebajar la tensión, contaba chistes con su marcado acento andaluz. Las victimas relataban a la policía que les había atracado un tío muy feo, grande y muy gracioso. Desde el primer atraco, la policía recibió las mismas respuestas en sus investigaciones: había sido un tío grande, deforme y muy ocurrente. La policía, hastiada, bautizó a esos síntomas con el nombre de “síndrome del “Salao”. De esa forma, el malagueño se ganó el apodo del “Salao”. Debo reconocer que el tío era un puto crack. Su fama no se quedó en la forma de contar los chistes mientras encañonaba al personal de la oficina. Una mañana que estaba a punto de atracar un banco en el centro de Madrid (Málaga se le había quedado pequeña) se fijo en dos personas que observaban a dos policías nacionales que estaban a punto de entrar en su coche. Sin perder tiempo, el salao tiró la media al suelo, se alejó de la puerta de la sucursal y ,con disimulo, se puso detrás de los sospechosos. Cuando los dos miembros de ETA sacaron sendas armas dispuestos a disparar a quema ropa, el Salao les voló las putas cabezas. Los polis fliparon al ver al Salao con una escopeta de caza, con todo el cuerpo lleno de sangre y dos muertos a sus pies. Mi contrincante ni tenía ideologías políticas ni odiaba a la poli como la mayoría de los delincuentes. Eso sí, le tocaba mucho los cojones que le jodieran la faena. El malagueño no recibió ninguna medalla y no salió en la prensa. El fiscal y su abogado llegaron a un acuerdo para que la condena no fuera muy severa. El salao,como yo,llegó al boxeo en la cárcel. Ganó todos los combates que se disputaron entre prisiones de España. Poco a poco, se forjó una leyenda en el mundo del boxeo.

Nada más salir de hablar con el mister, ya estaba obsesionado con el combate. Empecé a entrenar, muy fuerte, cada mañana y cada noche. En ocasiones, mi vida tenía una similitud con la película de Rocky: corría entre calles nevadas, pegaba a todo lo que se movía y desayunaba claras de huevo.
Algunas noches, después de correr, me paseaba cerca del bar para provocar un encuentro con la mujer que se había clavado en mi cabeza como una flecha. Una noche que rastreaba los aledaños del garito, contemplé a una pareja de novios que estaban despidiéndose.
- Cariño, llámame cuando llegues... no corras.-dijo una mujer con voz ñoña.
- Tranquila, cariño. Estoy acostumbrado a conducir de noche.-contestó un hombre con chaqueta negra desde el asiento de una furgoneta.
Al oírles hablar me sentí muy solo y, sinceramente, eso me asustó. Por un momento, eché de menos frases con cariño. Al tercer o cuarto segundo, volví a la realidad, blasfemé contra el mundo y me fui a casa.
¿Dónde coño estará esta mujer? 

El día del combate

La noche antes del combate no dormí nada. Tampoco me masturbé como hacía casi todas las noches. Mi cabeza estaba en la pelea: comía, respiraba y cagaba boxeo. Mi única obsesión era la de tumbar al Salao.
Ya casi estaba amaneciendo y las luces de la mayoría de las ventanas estaban apagadas cuando, aburrido, me levanté de la cama. Salí a correr con las luces de las farolas encendidas y el frío mordiéndome la cara. El resto de la mañana lo dediqué a comer hidratos de carbono y, matar el tiempo, con la lectura de viejos libros. Por la tarde, entrené suave y, por supuesto, cené muy pronto. 
A las ocho de la tarde llegué al polideportivo. Alrededor del recinto había chavales, adultos y macarras de gimnasio hablando en pequeños grupos como si fueran pingüinos protegiéndose del frío. Me hice fotos con algunos de los chavales con el típico gesto de boxeo y firmé, algunos, autógrafos a los incondicionales de las dieciséis cuerdas. Mi entrenador me estaba esperando en el vestuario y su cara transmitía cierta calma. El vestuario atufaba a sudor y réflex de otros púgiles. Después de cambiarme, ejercité los brazos mientras escuchaba los consejos de los entrenadores. Me miré en el espejo y lancé golpes a mi otro yo que vestía mi misma ropa. A los pocos minutos, me senté, sudado, excitado y me dejé vendar las manos. Absorto en mis pensamientos pugilísticos, miré cómo las vendas cubrían mis manos como si fuera una momia. Escuché al entrenador cómo debía pegar y bailar encima del ring. Es imposible encontrar el silencio interiormente como hace un torero mientras le ponen el traje de luces. Estaba tan acelerado que podía notar cómo la sangre circulaba entre mis venas.
- Queda poco... ya sabes, no bajes la guardia y mantén la distancia.-mi entrenador puso su brazo encima de mi hombro y, una vez más, tuve la sensación que me había puesto una bufanda.
La gente no dejaba de entrar al vestuario para saludar a mi entrenador o hacerse fotos conmigo con el típico pose de boxeador. Eran viejos conocidos del boxeo o promotores que metían sus narices para intuir algo sobre la velada. La puerta del vestuario se abría y se cerraba como si el Dios del viento estuviera mosqueado con el mundo. Los gritos del público se filtraban, como fantasmas, por las paredes del vestuario. Los altavoces escupían una música eléctrica que, sin querer, movían mis pies. No sé qué tema musical agitaba al público porque, aunque suene raro, no tenía ni radio ni televisión en mi diminuta casa, me gustaba la lectura. El segundo entrenador impregnó mi cara de vaselina para que los golpes no fuesen secos y rajasen mi piel.
-Ha llegado la hora -dijo mi entrenador con voz de verdugo- recuerda que no debes bajar los brazos... cómetelo.
El segundo entrenador me abrió la puerta y el rugido del público me llegó a mis oídos como una patada en los huevos.



La pelea

La música sonaba por los altavoces mientras la gente bailaba y voceaban como si estuviera en una discoteca de un pueblo. Mi entrenador me abría paso como si fuera un ídolo del rock. Algunas personas estiraban los brazos para tocarme, pero mi entrenador los apartaba de un manotazo como si fueran moscas porculeras. Yo lanzaba golpes al aire con la vista en el suelo y la cabeza tapada por la capucha de mi bata. El ring estaba iluminado por tres grandes focos que me recordó a la cárcel. A un lado del ring, el árbitro hablaba con el presentador de la velada, y en el centro del cuadrilátero estaba el Salao. El malagueño estaba sin la bata y lanzaba golpes al aire sin dejar de dar saltos de calentamiento. La mirada de mi contrincante me buscó mientras pasaba entre las cuerdas. Su cara estaba impregnada de vaselina, su boca protegida por un protector de color negro y pequeñas dunas de sudor brillaban en su calva. El presentador de la velada me sonrió porque ya éramos viejos conocidos. Me quité la bata, me puse el protector, calenté los brazos y las piernas. Al rato, saludé a mi contrincante, a sus entrenadores y al público. ¿Me excité? ¿Tú qué crees? Los gritos se colaron por mis oídos y casi me corro de placer.
- A mi derecha, con setenta kilos de peso, treinta victorias en toda su carrera profesional... El Salaoooo.
El presentador, con micrófono en mano, se movía por todo el cuadrilátero como si se estuviera meando. Siempre me ha hecho gracia el speaker porque es un personaje que viste con frac, calienta el ambiente e informa al público sobre los púgiles.
- A mi izquierda con setenta y un kilo, quince victorias, cuatro nulos y cinco derrotas en toda su carrera profesional...Raphaeeel... el “Poetaaaaa”.
Al oír mi presentación, me quedé quieto y levante un brazo mientras mi nombre empezó a rebotar por todo el recinto como una pelota de frontón.
¿Por qué me presentó como Raphael? La respuesta tiene su miga. Me llamo Raphael porque el payaso de mi padre era de Linares como el cantante, y era un autentico seguidor del artista. Aún le recuerdo cantando el jodido tema del tamborilero por el pasillo de casa. ¿Lo de poeta? La respuesta tiene su intríngulis. En la cárcel, por casualidad, empecé a leer al sobrino de Oscar Wilde: Arthur Cravan. Arthur fue poeta, boxeador, editor y estaba como una puta cabra. Una vez anunció que se iba a quitar la vida en público y, como era lógico, llamó la atención de numerosos curiosos. Cuando la masa estaba loca por ver qué iba hacer, éste acusó a los presentes de voyeuristas. En mi segundo combate como amateur, me gané el mote del poeta. Antes de salir del vestuario, recité un fragmento de Cravan que tenía escrito en un papel: Entrenador que imanta albatros y palomas, con ese ritmo loco me había mecido el tren, mis ideas se doraban, era soberbio el trigo, pacían los herbívoros en pillos prados verdes, loco por boxear le sonreía a la hierba.
El combate estaba pactado a diez asaltos de cuatro minutos. La campana sonó y empezó el espectáculo. Los tres primeros asaltos estuvieron llenos de golpes de tanteo. Se notaba que ninguno de los dos queríamos arriesgar hasta esperar la ocasión. El siguiente asalto fue el que valió la pena. En el cuarto asalto, aún tenía las fuerzas casi intactas y me sentía a gusto conmigo mismo. El Salao me había soltado varias manos, con mucha técnica, y no había notado su potencia. Estaba convencido que podría aguantar hasta el final. Mis piernas estaban ligeras y bailaba alrededor de mi contrincante.
- No bajes la guardia –gritó mi entrenador- espera el momento. No tengas prisa. Queda poco.
No recuerdo en qué minuto advertí un hueco entre sus guantes, giré el cuerpo y, con rabia, saqué un gancho a la mandíbula de mi contrincante. En cambio, si recuerdo, como si fuera ayer, su cara de frustración. Por un momento, pensé que iba a doblar las piernas y besar la lona. Muy atento, el árbitro se fue hasta mi contendiente para hacerle una cuenta de protección mientras el público rugía de placer. Los gritos me llevaron hasta las cuerdas como si fuera una cobra hipnotizada por la música. Apoyé los guantes en las cuerdas y deliré con las caras de los asistentes. Mi nombre era aclamado al unísono por todo el reciento. En ese momento, me acordé de la mujer del bar. La busqué con la mirada entre el público. Me hubiese gustado oírla vitorear mi nombre.
- ¡Joder! -gritó mi entrenador- mira al ring... no mires al público... no pierdas la concentración.
Ese fue uno de mis fallos; mirar al público y masturbarme mentalmente con sus gritos. No los recordaba y quería disfrutar de ese momento. En el boxeo se pagan, muy caros, los despistes. Mi primer error fue mirar al público. El segundo y último error fue pegar en la jodida cara del Salao. Cuando me di la vuelta para concentrarme en la pelea, el salao estaba preparado para volver al combate. Los brazos del árbitro nos dio la señal para que volviéramos a la contienda. El salao no esperó ni un segundo para cazarme una hostia en toda la mandíbula. Fue un swing que despidió mi protector como si fuera un hombre bala. Mi boca escupió tal cantidad de saliva que formó una galaxia de babas que abarcó parte del ring. En el centro de aquel universo de babas se formó la constelación de Tauro. En el centro de la constelación había dos gotas rojas que, estáticas, brillaban como dos grandes estrellas entre las miles de partículas de sangre y saliva. A los pocos segundos, mi cuerpo y la constelación de saliva empezaron una caída sincronizada con destino a la lona. Mi cuerpo parecía una colchoneta pinchada. No recuerdo nada y tampoco puedo decir que El Salao tuviera mucha gracia a la hora de cazarte una buena mano. ¿Sinceramente? ¿De gracioso? Pues… lo que se dice ser gracioso, no era.



Los sueños, sueños son.

El árbitro frenó, con los brazos, a mi contrincante porque me iba a rematar como si fuera un perro moribundo. En una esquina del ring, los instructores del malagueño saltaban de la alegría y, en cambio, en la esquina opuesta, mis entrenadores se llevaban las manos a la cabeza. ¿Por qué lo sé? Aunque, en esos momentos, yo estaba nocaut, también he tumbado a contrincantes y he sentido la misma rabia. También he querido acabar con mi rival mientras se le anulaba la vista y, asimismo, he visto saltar a mi entrenador mientras los otros preparadores mordían la toalla.
Mi cabeza chocó contra la lona y rebotó un par de veces. Cuando mi cuerpo se quedó inamovible encima de la cubierta, mi cabeza se transformó en un cine y proyectó un sueño a todo color. La mayoría de los sueños son absurdos, y el mío no iba a ser diferente: la historia y el guion eran muy extraños. La cinta empezó con unos planos míos por el campo y, con tranquilidad, me disponía a merendar como si fuera un puto boy scout. Desde el sitio donde estaba ubicado, divisé un tremendo ojo azul. El ojo me estaba observando y me apuntaba con su pupila negra como si fuera la mira de un rifle. Alucinado, cogí mis cosas y me coloqué despalda para evitar su mirada penetrante. A los pocos minutos, agobiado, me levanté para esconderme detrás de un árbol, y poder merendar con tranquilidad. Entonces en un acto que rozaba la locura, salí de mi escondite, me aposté delante del ojo y enarbolé un pequeño cuchillo de untar mantequilla. Cuando estaba a punto de atacar a la gran pupila, una bofetada me despertó del sueño. Mi entrenador, de rodillas, sujetaba mi cabeza como si fuera la virgen María y yo, desparramado en el suelo, Jesucristo recién bajado de la cruz. Las cabezas de mi segundo entrenador, la del árbitro y la del médico me observaban como si me hubiera muerto. Al abrir los ojos, sus miradas y las luces del techo me cegaron durante unos segundos. El público berreaba el nombre de mi enemigo. El Salao se paseaba por el ring como si fuera un pavo en celo. Se notaba que, como había dicho mi entrenador, aún era querido por las masas. Me incorporé con la ayuda de mis entrenadores mientras el árbitro me preguntaba por mi salud física y mental. El Salao, al verme de pie, vino hacía a mí para darme un abrazo mientras el speaker no dejaba de gritar su nombre por el micrófono.
- Tío, eres un gran boxeador.- me dijo en el oído mientras su sudor se fundía con el mío.
No le contesté, estreché su mano y, en ese momento, me di cuenta que tenía un ojo medio cerrado. Como mandan los cánones, esperé a que se le entregara el cinturón de campeón. Con el ojo medio cerrado, nos abrazamos como amigos y, sin mirar atrás, me fui al vestuario protegido por mis entrenadores. Mi entrenador, de un manotazo, me apartaba los matorrales de manos y dedos que crecían desde el público.
- No esta mal... por lo menos te llevas algo de dinero en el bolsillo.-dijo mi entrenador mientras me estaba duchando.
No rebatí a mi entrenador, tan solo, dejé que sus palabras se pegaran en la cortina de plástico. Abatido, miré cómo la espuma se la tragaba el plato de la ducha.
El vestuario estaba lleno de gente que quería felicitarme o hacerse fotos conmigo, pero nadie se atrevió a decir nada. El ambiente era sepulcral como el día que le confesé a la mujer del bar mi intención de suicidarme.
- Y ¿Qué vas a hacer esta noche? -volvió a preguntarme mi entrenador.
- No sé.-contesté mientras salía de la ducha y buscaba la toalla.
- Poeta... lo has hecho de puta madre. No te hundas. Has sido muy valiente.- mi entrenador me pasó la toalla y se sentó al lado de mi bolsa de deportes.
En otras ocasiones, el vestuario era como un gallinero donde todo el mundo opina sobre la velada. En ese momento, los presentes seguían callados y sólo se escuchaba cómo me vestía.
De repente, mi entrenador rompió el silencio.
- Te sabes el chiste -se puso de pie- que entra un tipo a un bar. Y pide a gritos ¡Deme un vaso de whisky! y empieza a soltar puñetazos al aire como hacen los boxeadores cuando pelean con su Sombra. El camarero lo mira alucinado y no le hace caso. Al rato vuelve a gritar ¡Deme otro vaso de whisky! El camarero tomándolo por loco, le pregunta ¿Cuándo empieza la pelea?... cuando usted quiera, no tengo dinero.
El silencio volvió hacer acto de presencia. Nadie se partió la polla y nadie dijo nada. Me acerqué hasta el segundo entrenador y le estreché la mano. Antes de coger la bolsa de deportes, me abracé a mi entrenador. Después de unos, interminables, segundos de silencio, cogí mi bolsa y, con un ligero movimiento de cabeza, me despedí del resto de los asistentes.
- ¿Sabes por qué te he contado el chiste? -mi instructor me miró fijamente.
- Tranquilo -le devolví la mirada con el ojo sano- ni voy a beber esta noche ni voy a comerte ninguna locura.
Mi entrenador, estático, me miró como el niño que espera el abrazo de sus padres. Cerré la puerta y, entonces, el vestuario se convirtió en un corral. Los comentarios sobre la velada se filtraron por debajo de la puerta como putas ratas. Con paso firme salí hasta la calle. La noche estaba cubierta de una capa gris que amenazaba nieve. La temperatura era gélida y mi ojo sano vio cómo los primeros copos empezaban a impactar contra el asfalto. Me abrigué y, una vez más, me acordé de la chica del bar.
¿Se habría suicidado?

FIN

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